Es un cliché escuchar que todo tema vinculado a la alimentación pertenece a la esfera privada de cada uno. Nadie puede imponer que comer, es tan íntimo que no resiste posibilidad de cuestionamiento. Todo intento de objeción es inmediatamente rechazado al estilo de una reacción mecánica o refleja que carece de toda reflexión. Analicemos el tema desde el Derecho.
El art. 19 de la Constitución Nacional señala en su primera parte que “Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados”. Centrémonos en este punto: una decisión personal (o acción privada para seguir la terminología de la norma) es aquella que al menos no daña a un tercero. Entonces, la clave es si nuestra decisión alimentaria cotidiana perjudica a un otro.
Para abordar el ítem es preciso saber (o recordar) que el sistema alimentario hegemónico pone énfasis en el consumo de productos de origen animal para llevar una dieta saludable (Navarro, A. y Andreatta, M., “Sistema alimentario carnista y crisis climática. Breve cartografía para comprender el problema”. Revista Questión 1 64, 2019, 1 – 21).Sistema sostenido por una ideología denominada carnismo, el conjunto de creencias invisibles que nos condiciona a comer unos animales determinados sin que nos provoque asco (Joy, Melanie, Por qué amamos a los perros, nos comemos a los cerdos y nos vestimos con las vacas: Una introducción al carnismo, Madrid, Plaza y Valdés, 2017).Ya acá hay un dato: decir que el ser humano es carnívoro (¿Escucharon alguna vez decir X es muy carnívoro?) es científicamente falso, dado que bilógicamente somos omnívoros. Así, quien elige consumir productos de origen animal lo hace sobre la base de ideas y no por necesidad o imperativo biológico.
Ahora bien, este sistema carnista es el que mantiene la industria cárnica, láctea y de huevos, la misma denunciada por diversos teóricos e investigadores hace más de cuarenta años por las atrocidades cometidas en su interior. Ergo, ya hay un primer otro afectado, precisamente esos individuos con capacidad de tener experiencias subjetivas de placer y dolor (sintiencia) al que el Derecho hoy le reserva el mismo estatus que una bicicleta: los demás animales. Pero claro, existirán quienes los animales no humanos les importe poco o nada. De esto se seguirá que les nieguen el carácter de “otro”. Si este fuese el caso ¿es legalmente compatible disfrutar de los productos de origen animal con los derechos reconocidos en la Constitución Nacional e incluso en distintos Tratados de Derechos Humanos? Veamos lo que dispone el art. 41 de nuestra Carta Magna en sus primeros dos párrafos:
“Todos los habitantes gozan del derecho a un ambiente sano, equilibrado, apto para el desarrollo humano y para que las actividades productivas satisfagan las necesidades presentes sin comprometer las de las generaciones futuras; y tienen el deber de preservarlo. El daño ambiental generará prioritariamente la obligación de recomponer, según lo establezca la ley. Las autoridades proveerán a la protección de este derecho, a la utilización racional de los recursos naturales, a la preservación del patrimonio natural y cultural y de la diversidad biológica, y a la información y educación ambientales.
Como ya hemos dejado asentado en notas anteriores, existe enorme cantidad de evidencia científica sobre la incidencia que la “producción” de animales tiene sobre la contaminación del ambiente y el agotamiento de los bienes (recursos) ambientales. Esto es profundamente sabido en casi todo el mundo (menos en Argentina, haga usted la conexión). El ejemplo por excelencia es la investigación impulsada por la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) titulada Livestock’s Long Shadow: Environmental Issues and Options (2006). Analicemos juntos: detrás de cada producto de origen animal hay alimentación de esos animales, detrás de ello monocultivo y corrimiento de la frontera agropecuaria (¿o se pensó que el monocultivo de soja era para consumo humano directo?), de ahí deforestación de bosques nativos, quema agrícola, incendios forestales, utilización de agrotóxicos y pérdida de la biodiversidad ¿No es toda esta breve enunciación motivo suficiente para poder decir que hay una lesión al derecho de otro(s)? Si todavía la lectora y el lector se mantienen escépticos sobre el asunto, los invitamos a estudiar el origen (documentado) de los incendios que actualmente azotan sin tregua a nuestro país y a toda América Latina.
En resumen, nuestras decisiones alimentarias desde el punto de vista legal no son inocentes ni inocuas. Y si bien el daño ambiental 0 no existe (toda acción provoca cierto efecto negativo), el corazón de la cuestión es elegir lo que menos perjuicio causa. En este marco, nuestras actuales decisiones alimentarias –las cuales giran en torno a la proteína animalizada (no decimos “proteína animal”, pues la proteína preexiste al animal, tal como enseña Carol Adams)– son las que mayores consecuencias lesivas generan, al violar derechos, no solo de los demás animales (aquellos que con su propio cuerpo satisfacen el paladar de sus comensales), sino también de los humanos que ven día a día que el ambiente que necesitan para tener vidas florecientes se degrada, agota, contamina y transforma en cenizas. Comer como lo hacemos no es personal (decir eso es una irresponsabilidad), porque afecta negativamente a todos los que estamos presentes hoy (generaciones actuales) y a todos los que vendrán mañana (generaciones futuras).
GPP
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Ignacio Sáenz Valiente
Socio | Asesoramiento Corporativo y Reorganizaciones Societarias
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