En las últimas semanas imágenes de incendios impactantes de distintas partes de nuestro país entre los que cabe nombrar los humedales del Delta, el bosque serrano de Córdoba, el monte formoseño, y sectores de la provincia de Buenos Aires, Santa Fe, Salta, Jujuy, Tucumán, Corrientes y Chaco, despertaron una fuerte reacción social proveniente principalmente de organizaciones ambientalistas y animalistas.
No es para menos, según algunas organizaciones más de 175.000 hectáreas están bajo los efectos destructivos del fuego. También resultan alarmantes los mapas del Observatorio de la Tierra de la NASA que evidencian el avance de los incendios con puntos críticos que se desplazan de norte a sur. Incluso en muchos medios de comunicación dieron cuenta que se estaba prendiendo fuego un equivalente a la mitad de la Provincia de Buenos Aires o el equivale a ocho veces la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Si bien el aumento de la sequía, los fuertes vientos y las elevadas temperaturas son factores que inciden en tan tristes hechos (todo resultado de una innegable crisis climática) en lo que debemos concentrarnos es en el origen de estas llamas que devoran todo ser vivo a su paso. Existe al respecto evidencia documentada en que esta clase de incendios son intencionales. Como ya hemos dejado asentado en las notas anteriores acerca de la necesidad de un derecho sustentable a la alimentación, el fuego es una práctica habitual en la búsqueda de la ampliación de la frontera agrícola-ganadera. Y si bien podría decirse que no es el único interés detrás del fuego (puede incluirse los intereses inmobiliarios), es el substancial. Estos hechos nos obligan a repensar para nosotros y para las generaciones futuras que modelo productivo queremos. La alimentación con productos de origen animal no es inocua y se encuentra catalogada como una de las principales causas de agotamiento y contaminación de los bienes ambientales. Para quienes creen que el problema base es la agricultura y no la ganadería (como si fueran dos actividades escindibles), las plantaciones extensas de soja y maíz se utilizan para alimentar animales no a seres humanos. En resumen, mantenemos un régimen alimentario que tensión a las exigencias constitucionales y convencionales de sustentabilidad.
En este marco se impone la necesidad de una ley de humedales. Se exige socialmente su dictado. Contar con una ley de humedales que contemple un inventario de los mismos e incluso sanciones penales, es algo básico que nos debemos a esta altura. Pero hasta que ocurra ¿No existe manera de proteger los ecosistemas aludidos? La respuesta es que tenemos legislación ambiental que debemos respetar y aplicar. El ejemplo por excelencia es la ley 25.675 de “Presupuestos mínimos para el logro de una gestión sustentable y adecuada del ambiente, la preservación y protección de la diversidad biológica y la implementación del desarrollo sustentable”.
Los principios previstos en dicha Ley General son vitales a la hora de fundar un amparo ambiental. Entre ellos se destaca el principio de prevención el cual determina que la fuente del problema ambiental se atenderá de forma prioritaria e integrada, tratando de prevenir los efectos negativos que sobre el ambiente. La ventaja en el tema que tratamos es que la fuente es clara y responde a la práctica de quema para agrandar los espacios productivos vinculados directa o indirectamente a la ganadería. Y aunque alguien se oponga a esto hecho siempre estará a mano el principio precautorio el cual es contundente: “Cuando haya peligro de daño grave o irreversible la ausencia de información o certeza científica no deberá utilizarse como razón para postergar la adopción de medidas eficaces, en función de los costos, para impedir la degradación del medio ambiente”.
Insistimos en que hay elementos para fundar un amparo ambiental mientras esperamos por una ley de humedales. Los principios citados bastan para actuar en este preciso momento. Y siempre queda abierta la responsabilidad del Estado, ya que no debemos olvidar el principio de solidaridad: “La Nación y los Estados provinciales serán responsables de la prevención y mitigación de los efectos ambientales transfronterizos adversos de su propio accionar, así como de la minimización de los riesgos ambientales sobre los sistemas ecológicos compartidos”.
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